La abdicación

LA VIDA dura mucho, me decía una tarde, mucho antes de morirse, la escritora Esther Tusquets. Los 75 años eran en otro tiempo una edad de papas, reyes y goethes. Pero hoy están, incluso, al alcance de columnistas. No parece razonable echar al Rey por viejo. Es cierto que ha pasado una mala temporada física; pero ni su forma de hablar ni su forma de moverse han sido jamás un prodigio de fluidez. Así ha sido siempre y así su reinado ha dado a este país la mejor época de su historia. Soy plenamente consciente de que la inmensa mayoría de países vive la mejor época de su Historia. Pero por eso.

Así pues el Rey puede seguir ahí, si le parece, un tiempo más. Puede que sean necesarias, sin embargo, dos condiciones. Ninguna tiene que ver con la corrupción. La corrupción no es un problema del Rey sino de la Monarquía. La primera que no le hagan hacer el ridículo. La última Nochebuena le hicieron poner el culo en la mesa como si fuera Bruce Springsteen, oh, yeah, y dirigirse así a la nación. El espectáculo fue tan deprimente como cuando ves a un adulto camuflando en Twitter la rígida ortografía de su vida. La primera condición de una vejez digna es el conocimiento detallado y preciso de la edad. Un viejo debe tomarse la edad como se toma la tensión. Y en esa desdichada Nochebuena lo que más me preocupó fue el Príncipe. Me pareció oportuno que estuviera allí, detrás de las cámaras, como de regista. Pero es incomprensible que no usara su autoridad para interrumpir aquella comedia.

Si la Monarquía quiere modernizarse (y que el dios del oxímoron me perdone) habrá que empezar por el principio y poner al regista con el culo sobre la mesa, que es pose que le va a sus años decontractés. Pero lo realmente contraindicado es tratar de rejuvenecer al viejo Rey, y sus modales, porque para joven y bien plantao y mu preparao, como diría un rap de Sabina, ya está el regista. El Rey tiene que ir envejeciendo a poquitos, incorporando la melancolía a su actividad diaria, como hace todo anciano seguro de sí mismo, e ir soltando lastre en su actividad pública (¡y el sabrá si en la privada!) de forma inaudible e invisible. La analogía más exacta es la de esos señores que van cada tres días al peluquero y a los que nadie puede propinarles la grosería: «¡Vaya rapada, chaval, ¡y estrena!».

La abdicación del Rey no ha de notarse.